Hubo un tiempo en que leer era mucho más que pasar páginas, juntar letras en la mente y procesar palabras para tratar de enterarse de la historia que se narra. La lectura se degustaba, se tomaba con tiempo, el lector intentaba encontrar mensajes ocultos (leía entre líneas), se analizaba lo leído... Se disfrutaba del continente y se entendía el contenido. Incluso, dentro de esos detalles que no cuadraban al lector, se analizaba la obra y se acababa entendiendo por qué el autor utilizaba este o aquel recurso o por qué una lectura nos dejaba con ganas de más aunque, quizá, alargarla habría sido echarla a perder. En pocas palabras, hubo un tiempo en que se leía de verdad.
Sin embargo, el mal llamado progreso nos ha traído un ritmo de vida en que no hay tiempo para nada. Los niños no tienen tiempo para jugar, llevando una agenda (sí, niños con agenda, ya de por sí es una locura) cargada de actividades extraescolares que diluyen su infancia entre el aprendizaje apresurado para cargarlos de conocimientos de cara al futuro; los adultos no tienen tiempo para disfrutar de sus aficiones y educar a sus hijos. Cuando oigo a los mayores decir que se han perdido el respeto, suelo contestar que lo que se ha perdido es esa figura paterna o materna que afine la educación de los pequeños en esos valores y ese respeto. En definitiva, la lectura se ha convertido en ese placer que nos damos con cuentagotas y a la prisa cuando los avatares del día a día nos dan una breve tregua.
En la época de las redes sociales, además, se ha instalado la figura del bookstagrammer o booktoker, personas que leen y reseñan en redes como Instagram o Tik Tok. Dentro de esta figura, que suelo poner en valor por cuanto implica para los autores a título de recomendación y publicidad, se instalan tendencias que benefician o perjudican al hábito de leer según su desarrollo. Por ejemplo, las lecturas conjuntas son dinámicas que facilitan la difusión y comprensión de una obra en tanto varias personas se ponen de acuerdo para leer un libro concreto y lo van comentando en sus redes; una suerte de lectura colaborativa adaptada a los nuevos tiempos. Sin embargo, también existen los retos lectores: leer una cantidad concreta de libros en un determinado margen de tiempo. En otras palabras, un atentado contra la literatura que resulta en meter prisa como si ya no hubiera bastante, que les impide comprender y degustar cada libro como bien merece el esfuerzo que conlleva escribirlo.
Como anécdota, una reseña que me hicieron hace poco de El Faro de Estela, donde la persona en cuestión achacaba al libro la falta de desarrollo temporal, algo así como que todo sucede muy rápido. A pesar de una conversación previa donde le expliqué que pretendía crear la sensación de pérdida de la noción temporal, a pesar de explicar que los acontecimientos eran tan cíclicos que una mayor duración habría hecho repetitiva la historia, muy a pesar de afirmar que no quise alargar más la historia con hechos irrelevantes que aburren al lector y encarecen inútilmente el libro al aumentar el número de páginas... Nada hizo entender a esta persona que la falta de desarrollo temporal es consciente, buscada y honesta. Sobre todo, honesta. Apenas me quedó claro si esta persona realmente leyó mis respuestas a sus preguntas...
La conclusión que saco es que no es culpa suya, sino de una vida falta de tiempo que impide una lectura pausada y dificulta la comprensión. Leen libros de quinientas páginas pero no entienden una respuesta o incluso un pie de foto. Y, por si no hubiera poco tiempo para leer como es debido, se meten prisa con retos de redes sociales. Queriendo fomentar la lectura, la matan. Como para pedir luego que lean y entiendan un programa electoral...