Aún guardo en mi retina la ‘Madrugá’ del Viernes Santo de 1972 cuando, reunidos en el cuartito del Bar Pacheco, la mayoría de los bandoleros creamos la Cofradía de Jesús Orando en el Huerto. Apostado en la esquina veíamos llegar las dos filas de penitentes con túnicas y capirotes tan negros como la noche, descalzos o con alpargatas de cáñamo, rodeados con un ancho cinturón de esparto aprisionándoles las cinturas. Los cirios que portaban encendiendo la oscuridad parecían luciérnagas en movimiento bajando la calle Padre Castrillón (ahora Manuel Malia Bernal), y al sonido de lejanos repicar de campanillas, sólo sus pasos marcaban el tiempo y el destino. Sus ojos, como puñales, miraban fijamente el camino de su penitencia, mientras las sombras se proyectaban en las paredes por encima de sus capirotes. La sensación de sobriedad y respeto contagiaba a todas las personas que esperaban en aceras y esquinas. Hasta la luna parecía esconderse de cuando en cuando detrás de las nubes para no irrumpir con su luz plateada el misterioso silencio que caminaba por las calles.
Detrás del solemne cortejo de sombras y penitencia, a hombros de varios hermanos igualmente enlutados, pasaba crucificado en la cruz de madera, puro y sencillo, como la desnudez de la sábana que le cubría. El dolor se refugiaba en los corazones. El silencio se escondía en las gargantas. Y un grito sin voz traspasaba los oídos… Su mirada agonizante se perdía en el cielo sin encontrar respuesta. Quizás fuera el recuerdo de aquella ‘Madrugá’, lo que me hizo hermano cofrade de aquel Cristo de talla madrileña, sufragado en sus principios con la popular recogida de botellas. La túnica, que aún conservo, la heredé de mi primo Francisco Tamayo Malia, que tuvo que partir para trabajar a Alemania, y así, cumplí la experiencia de acompañar al Cristo que tanto impactó en las madrugadas de mi juventud.
Tras varios años de sacrificio en la esclavitud de tan alto capirote, para mí imposible de soportar, atendiendo a mis solicitudes, mi querido amigo Chan Bernal Malia intercedió para que me asignaran uno de los faroles de la Cruz de Guía –donde se permitía a los hermanos salir sólo con el antifaz–. Cada año, después del pasaje bíblico del fiscal o Hermano Mayor, desde que salía por las puertas del templo, ensimismado en mi interior, me aislaba de todo para cumplir con respeto, silencio y devoción, el compromiso de recorrer los pasos de pasión que tanto me recuerdan aquellos Viernes Santo junto a mi Cristo del Amor. Hoy recordando a tod@s l@s herman@ que me precedieron y nos miran desde lo alto, rindo homenaje a Don Juan Picazo Amaya, porque su humildad, bondad y generosidad pervive en los corazones de todos lo que le conocimos.
Allá donde esté, hasta siempre, Juan.