Quién lo iba a decir. Apenas nos preparábamos para el desfile de Corpus Christi cuando ya casi se oye el rodar de las mochilas infantiles. Da vértigo la velocidad con la que pasa el tiempo. Es increíble, porque las horas despiertas de los días nos parece que vuelan y en verano más, por lo que las robamos al sueño, costumbre convertida en ley desde que participamos en la carrera de la vida.
En fin, de nuevo septiembre, un mes precioso pero un tormento por estar pegado a las vacaciones, aburrido y hasta odiado por los niños aunque la publicidad insista en las ganas de la vuelta al colegio. De todas formas, el retorno a la rutina ya se viene asimilando hace más o menos una semana y no precisamente porque agosto terminaba suavizando el calor sino por los anuncios de colecciones. No falla, todos los años ocurre lo mismo, objetos y fascículos con los que subliminalmente se nos prepara para encarar la inminente permanencia en casa, para pasar las tardes más oscuras.
De la tele han desaparecido los helados y las rebajas, las esbeltas modelos que sensualmente se los comían en apariencia -de mentira, que decimos por aquí- o que correteaban dando algún que otro salto para dar movimiento a un vestido. Es el cambio de estación. Si la marea crece hasta inundar nuestros esteros, la televisión satura al espectador con un aluvión de recomendaciones de las que muchas se terminan aceptando por pura insistencia.
Metidos en esta vorágine que nos arrastra, es el recuerdo quien nos salva. Nos aísla como lo hace un libro y nos ayuda a soportar y a resistir los embates del presente. Inevitablemente septiembre nos devuelve al colegio, a caminar por los pasillos, cuyo friso de azulejos sevillanos más que proteger la pared parecía una transformación de las losas blancas y negras del suelo. Cuánto nos alegraba el camino hacia la clase.
No hace tanto -o no nos lo parece por la mentada prisa- que era una sorpresa estrenar maleta para nuevo curso, ir a la papelería a comprar los blocs, el bolígrafo rojo y el azul, el lápiz de dibujo y la goma Milán, cuyo olor permanece en nuestra memoria. De un expositor elegíamos el papel para forrar los libros. En el mostrador aguardaba una caja grande de cartón y dentro de ella las cubiertas de plástico ordenadas por tamaños, que por mucho que medíamos siempre había que ajustarlas. Los zapatos se quedaban para la tarde y si volvíamos con la pelota verde, mejor. Seguro que aún sobreviven, que botan de vez en cuando por el suelo de una terraza, suavemente para que no salte a la calle, porque si se perdiera sería como separarse de golpe de esa parte de la infancia. De vuelta a casa tocaba la prueba del uniforme. Había que bajar el dobladillo y mandarlo a lavar en seco, por si se notaban las marcas.
Para el final se quedaba la revisión de los calcetines. Últimamente los viejos y desparejados se reutilizaban para el forrado de los libros, si bien ahora este proceso se hace en la copistería. Apreciamos el cambio, la evolución para concluir en que los recuerdos duermen hasta que la modernidad los despierta. Cuando los que son como los anotados nos sorprenden, parecen que nos llevan al lugar cálido y recoleto donde se encuentran, como si viajáramos a través del tiempo sin dejar el presente, una forma de retomar el pasado para contarlo. Quizás sea este el aspecto más entrañable del cambio de estación.