Tuve noticia de la poesía de Teresa Soto (1982)tras la publicación de “Un poemario”, con el que obtuvo el premio “Adonáis” en 2007. Escribí entonces que su decir acumulaba sabiamente imágenes familiares, cercanas, desde las cuales ofrecía una interpretación muy personal y en donde reivindicaba una solidaria libertad imaginativa. Detrás de una aparente inocencia, su verso se identificaba de manera plural con instantes encendidos, con geografías heterogéneas envueltas en múltiples cromatismos: “Tengo tres acuarelas en la boca./ Los colores se van derritiendo./ Tendré fiebres terciarias,/ en Siena Crudo/ Verde,/ y Negro./ Es una buena combinación de fiebres”.
Desde entonces, su obra ha ido creciendo de forma pausada y coherente. “Erosión en paisaje” (2011), “Nudos” (2013), “Caídas” (2016) y “Crónicas de I” (2019), galardonado con el premio “Margarita Hierro”, son los títulos que ha sumado en esta casi década y media.
Ahora, en la editorial incorpore, ve la luz “La silva”. Sabedora del fin sobre el que asentar su modo de escritura, Teresa Soto alumbra una verdad que no sea simple reflejo de lo cotidiano.La escritora ovetense incide en esenciar su contenido lírico y vaciar cualquier atisbo de superfluo mensaje. La palabra, al cabo, se hace materia moldeable para hacer de ella simbólico manantial: “Porque ellos esperan que diga/ bosque de secoyas/ digo laurel./ Rasca el tronco/ rompe la hoja/ muerde la raíz/ deshaz el fruto”.
Y con el fin de rodear los contornos de lo esencial, de abrir los márgenes de cualquier frontera, la poeta despliega un verbo combativo, comprometido, contemporáneo. Hay, en ocasiones, un minimalismo casi pictórico a la hora de traducir su mirada sobre el papel: “Al vadear el río, agua tierra./ Nos imaginé caballos morados./ Las patas, todas de fuerza se aferran/ a quien fue cuerpo, y es cuerpo asombrado”. En otras, encuentra un sabio contrapunto en el vínculo de lo radical y de lo mnémico, sin perder de vista esa óptica cromática antes citada: “Recuerdo: grava menor sobre el rojo./ Contenido el llanto mío frente al tuyo,/ desbordante como la manada de linces del sueño”.
Dividido en cuatro secciones, “yo invento”, “amor escribe”, “tiempo lima”, “caballos morados”, y una coda, “el ciervo de oro y la araña”, el conjunto se adivina como un itinerario común desde el que refundar la alquimia del ayer y la semántica futura. Desde el mapa empírico de lo vivido, el sujeto lírico sostiene una realidad que esencia sus anhelos y esquiva las sombras: “No me quiero ir de tu calor ni de tu fiebre./ Ni de tu cuerpo que no va a ser este./ No me voy”.
En suma, un poemario, que restalla frente a una ontología lírica que acepta sin tapujos la ilimitada energía enraizada en los adentros del lenguaje: “Búscame en lo que es fauce/ que yo te haré herida con el filo de la boca”.