El largo silencio del tambor es el argumento que mejor expresa la subordinación a que nos tiene sometido el Covid19. Han dejado de brillar las trompetas y los instrumentos musicales sienten la ausencia del aliento, que da vida a sus melódicas notas. En el escenario del teatro, primero cómico, luego constitucional y ahora real, las cortinas paralizadas ante el pánico espasmódico de la pandemia no dejan hueco por donde penetrar la voz del pregonero. El miedo al contacto y al contagio anuncia la soledad en las butacas. El traje a estrenar suspenso en el perchero siente el desconsuelo propio de una novia abandonada. Las calles del rígido itinerario no sentirán la fría huella epidérmica de esos pies descalzos, expresión externa de unas almas necesitadas de Dios, ni tampoco soportarán la adherida caricia del gotear de la cera, verdaderas “lágrimas blancas”, indicadoras de la inocencia del mártir al que acompañan. El olivo seguirá desprendiéndose de sus ramas para que la liturgia no se resienta de la disminución de fieles que los cuidados sanitarios exigen. Las palmas sufrirán su confinamiento dentro de los templos.
Ni carrera oficial, ni palcos. La pértiga, justa medida socio-religiosa y cultural de la efemeride, seria, rígida y con mueca de dolor, descansa sobre un ángulo del almacén cofradiero. No hay brillo en su argéntica silueta. El triunvirato esencial de la Cuaresma tiene asumida su derrota. No habrá grito de “al cielo con ella” porque el aire que los cargadores tienen que compartir, se ha dejado habitar por el coronavirus sin oponer resistencia, al no disponer de “dagas específicas” que hieran su morbilidad. La saeta cumple a regañadientes su arresto domiciliario en los escasos salones donde se exalta la Semana de Pasión. Las imágenes, mudas en sus hornacinas piensan en que también es precisa, aunque criticable, toda la parafernalia con que la adornan en estas fiestas religiosas. Saben del valor de palio, corona y manto, para sentirse arropadas por la ingente cuantía de personas, que le muestran la fe y el cariño, olvidado el resto del año. No es lujo. Es algo necesario, porque la simbología - aparte del arte que posee - entraña esperanza, admiración y amor. Cristo dejó seguir la parafernalia de una boda y para que el festejo no terminase de forma desencantada y triste, no tuvo ningún reparo en convertir el agua en vino. Los templos abren sus puertas, pero a Jesús sin flagelos, se le coarta la libertad y yo no podré acompañar a la Virgen de la Pastora, - barrio en que nací - en su retirada hacía el templo, ni ver reflejada en su rostro la mirada de mi madre, pidiendo alargar una vida, que finalmente no sobrepasó tres décadas, dejándome huérfano con catorce meses.
Es Domingo de Ramos. Hace algo más de dos mil años y en un día como el de hoy, las puertas imaginativas de Jerusalén se abrieron para dar paso a una enorme multitud en la que destacaba un hombre montado en un jumento. Gritos ovaciones y aplausos. Rostros eufóricos, ojos midriáticos y las expresiones: Es el nuevo rey de Israel. El Mesías. El Salvador frente a la dominación romana. La euforia ciega el conocimiento, pero las palabras de este líder frenan la desmedida soberbia del entusiasmo. En su discurso no hay lugar para el improperio o el insulto y no precisa encarcelar y menos aún desterrar a quienes de modo más o menos violento se le oponen. Todo ello sin detrimento de implantar justicia ante el tirano y el ladrón. El lema del "amor" causó decepción entre los que vieron posibilidad de alcanzar el poder. La traición pasó de reptil a cuervo y la depredación llevó a la cruz.
En nuestra Plaza del Rey sin Corazón de Jesús y sin desfiles procesionales se ha olvidado la actual querella madrileña y se habla y respira ambiente cofradiero. Revolotean las palomas, en las que absurdamente hemos depositado el símbolo de la paz y corretean los críos, que son los que precisan heredar una paz y un bienestar que los mayores estamos obligados a ofrecer. Para ello precisamos que tradición y progreso, se unan en matrimonio sin condiciones, para que el sonido del tambor cofradiero, en esta Isla, esta salada Insula, sea muy superior al de la realidad laica que ya, desde la escuela, nos quieren imponer.