Los delitos legales son tan viejos como el ser humano. Antiguas son la codicia, la desvergüenza, la inmoralidad, la corrupción; y, como instrumento de poder para sojuzgar a otros, aparece la violencia, en sus múltiples formas a lo largo de los siglos, como una segunda naturaleza del hombre en tanto que procedimiento para la injusticia flagrante por razones de hegemonía social, económica y política. La cultura y la religión, debidamente convertidas en ideologías, acompañarán siempre al desarrollo de estos procesos de dominación. Al otro lado está la violencia privada que se aplica a cuestiones de distinta índole.
Calculada teleológicamente hacia una finalidad de supremacía, la violencia cubre desde la esclavitud hasta la explotación capitalista, incluyendo contemporáneamente estratos novedosos como el precariado de Zygmunt Bauman, que proletariza a las clases medias en el marco de un neoliberalismo desaforado y sus posteriores sucedáneos. Para alcanzar esta amplificación hipertrófica del despotismo económico se fabricó la Gran Crisis de 2008, cuyo lema es “nada volverá a ser como antes”; es decir, como cuando existían con valor de derecho los atributos del llamado Estado del Bienestar.
Sin embargo, ese Welfare State o État-Providence no fue una conquista de las clases populares, sino una concesión desde arriba que, en términos de estricta táctica política, consistió en una estrategia del capitalismo para conjurar posibles estallidos sociales después de la Segunda Guerra Mundial y, así mismo, para evitar que las masas obreras se echaran en brazos de los partidos comunistas occidentales. Los enemigos, perfectamente definidos, eran la Unión Soviética y sus satélites; y la China de Mao que, por su cuenta, proseguía, también con sus prosélitos, el sendero luminoso.
El sistema de libre mercado funcionó socialmente gracias al consenso permitido por un capital que aceptó una cierta regulación por parte de los Estados (economía social de mercado), aguantando, como es lógico, hasta que sonara la hora del pendulazo, a través del antagonismo fundamental determinado por la oposición entre una economía especulativa y una economía productiva, cada vez más en detrimento de la segunda. Después de la era de Keynes, finalmente demonizada por la defensa de la intervención estatal y el peso del gasto público, llegó el momento de los parámetros proclives al monetarismo y la desreglamentación de los mercados con Milton Friedman y la Escuela de Chicago, lo que en la praxis política se materializó paradigmáticamente en los regímenes de Ronald Reagan (USA) y Margaret Thatcher (Reino Unido). Fue un fracaso.
«Perdón —dijo el doctor Kellerman—, no olvidemos a Friedrich von Hayek, de la Escuela Austriaca, aquel psicópata delirante, apologista del orden espontáneo de los mercados, las leyes y la moral. Bueno, ésa fue su fábula primordial, todo lo humano era producto de la espontaneidad. Le dieron el Premio Nobel de Economía en 1974; el año anterior le habían otorgado el de la Paz al genocida y asesino en serie universal Henry Kissinger: los reconocimientos quedaban en familia».
Los economistas de Chicago recibieron hasta 12 premios Nobel, siendo el primero el de Friedman, en 1976, y el más reciente el de Lars Peter Hansen en 2013. Pero la Academia Sueca, esgrimiendo (como de costumbre) su indecoroso eclecticismo, también supo condecorar a teóricos críticos con el neoliberalismo y la mundialización, como Joseph Stiglitz (2001) o Paul Krugman (2008).
«Hemos de admitir —añadió Kellerman— que la teoría de la libre autorregulación del mercado sólo ha generado, por decir algo, caos, desigualdad, pobreza, desempleo, quiebras y ruina; y la realidad es que detrás de ese presunto orden espontáneo se esconden las maniobras de las grandes estructuras de ingeniería social. Esto es violencia contra la ciudadanía».
Pero el verdadero inspirador del neoliberalismo salvaje y depredador es Hayek, el auténtico padre del Estado mínimo y de la revolución conservadora; enemigo acérrimo de la idea de justicia social y la equitativa redistribución de la riqueza; partidario fanático de las privatizaciones hasta el colmo de proponer, en 1976, la privatización de los bancos centrales nacionales (Denis Boneau: “Friedrich von Hayek, el padre del neoliberalismo”, Red Voltaire, 30 de enero de 2005).
¿Son unos concretos economistas de una concreta corriente los responsables de una concreta gestión política de la economía? Los grandes economistas, como intelectuales públicos, ejercen influencia sobre los gobiernos y los poderes financieros, desempeñando funciones ideológicas que, indudablemente, conllevan un grado, en ocasiones importante, de responsabilidad, pero no toda la responsabilidad.
«Hayek —replicó el profesor Kellerman— preconizó la liquidación de los planes contra el paro y las subvenciones a la vivienda; aconsejó la disminución drástica de los presupuestos de la seguridad social y fue un firme valedor de la destrucción de los sindicatos. Friedman y los de Chicago (asesores de la dictadura de Augusto Pinochet) sostenían principios programáticos casi idénticos. Esto es violencia social merecedora de una respuesta contundente».
Desde una perspectiva psicopatológica, Hayek padecía una fijación monomaníaca con las clases medias, a las que odiaba porque estorbaban el ordenamiento espontáneo con sus utopías democráticas; y no digamos a las clases trabajadoras y a los pobres. Para Hayek, el Estado no es una institución de caridad. La libertad de Hayek, que se autodefinió siempre como antitotalitario, era, paradójicamente, la tiranía del gran capital.
Los desastrosos resultados políticos de las ideas aquí expuestas se condensan en el dato de que la mitad de la riqueza del planeta está actualmente en manos del 1% de la población y los multimillonarios incrementan de forma incesante sus ganancias en medio de una crisis diseñada expresamente para favorecer esta nueva etapa acumulativa.
Con la ecuanimidad que le caracteriza, Paul Krugman enunciaba lo siguiente en un artículo dedicado a la memoria de Friedman: “¿Debería esto llevarnos a la conclusión de que la liberalización es siempre mala idea? No. Depende de los detalles específicos. Deducir que la liberalización es siempre y en todas partes una mala idea sería incurrir en el mismo tipo de pensamiento absolutista que, se podría decir, fue el mayor defecto de Milton Friedman” (“¿Quién era Milton Friedman?”, El País, 19 de octubre de 2008).
Nosotros, dicho sea con la mayor honestidad, no somos tan ecuánimes.