Sabes que te has hecho mayor cuando te teclean las articulaciones. No es el vaivén cansino de los cruceros aparcados en el marítimo de Cádiz, sino el chancleteo gozoso de los guiris subiendo San Francisco arriba. Se ha abierto en todas partes- por aquello de la globalización- la veda del turismo a gran escala y ya no nos asombra emparejar a tres cruceros el mismo día, desembarcando por el muelle bocanadas de multiculturalidades con rostros de pagafantas. Miran extasiados, cual espectador septembrino de Netflilx, como nosotros mirábamos -en los socorridos ochentas- a los autóctonos en nuestras vacaciones lapidarias de entresijos de serranías y costas lejanas, en kilómetros y accesibilidades.
Nos creíamos capitalinos como ahora se creen los turistas los reyes del mambo, gracias a la pulserita mágica que les socorre de todo menos de que se le clave , el fenicio sibilino. Nos pensábamos los más mejores -que ya era grado máximo- porque acabábamos de salir de las polladas franquistas, las confrontaciones y los límites con fronteras. Ahora es todo o nada, o sexo o castidad, o fluidez o estancamiento, o amor o guerra nuclear. Ya nada se pelea, ni se lucha porque el hastío, la morbidez y la casuística nos han mermado el alma hasta hacérnosla de gruyere. No creo que sean los años, lo mismo sí los kilos. No puedo hacer como los que se comen a si mismos , arrugándose cual Shar Pei en cada una de las estaciones de penitencias de prohibirse el pan, las legumbres con pringue, los lomos en manteca y otras delicias que solo de escribirlas ya me supuran salivales por toda la cara. El Prenda de Cosas del Comé, por Dios bendito que se jubile y me pase curro, que voy a gozar como novicia del XVI con caballero emboscado en la clausura, que no hay pena más grande que vivir sin darle al paladar todo el gusto que pueda entrarle por la boca. Eso sí, con permiso de las dentales, en mi caso de poco juicio por sacármelas , sin que me adelgace por ello la mandíbula, ni me vea más guapa.
Pero sí que estoy en el tránsito, haciéndole duelo a mariscos, turrones y otras durezas gustativas que se derriten al masticarlos como algodones de azúcar en el bolo alimenticio. No debería ser pecado la gula, sino jorobar a los demás. Nunca el gozar a dos carrillos como veo a algunos arios guireando por la Tacita, que- angelitos sin cielo que pisar- no han visto en su vida un pescaito frito bien rebozado, con esa sonrisa que se les queda tras el perpetreo y esa rojez tan parcheada en carrillos y antebrazos que empiezo a entender a Aníbal, el degustador de mejillas. Malo es guardarse de pecar o engustarse por entero, para constreñirse y putearse a uno mismo como en las torturas medievales que consistían en asentarse sobre un asta erguida de un toro, en cuclillas con manos y pies atados para prevenir la posible fuga e ir aplicando la gravedad de la Tierra, acercándola peligrosamente a los más tierno de las traseras del cuerpo.
Nos habremos hecho mayores, porque es indudable que por mucho corrector que nos pongamos no dejamos de tener pensamientos alternativos, llamémosle inflamación estomacal por ingestas variadas. Comemos lo que nos da la gana y pensamos como nos sale del ombligo, que no se nos hernió porque nacimos como los huevos sin puntos cardinales apalabrados. Estamos porque la naturaleza es buena y –de momento-nos ha dado tregua. Así que ladraremos, aunque nos acosen al paso las hordas de cruceristas, que suben y bajan en riadas por las calles que de niños pisábamos para ir al colegio o hacer los recados. Ya no queda nada de lo que fuimos más que miseria, ni nada quedará de ellos cuando leven anclas y viren a otras latitudes. Seguramente, tampoco dejaran nada atrás, más que nostalgias y estoques afilándose.