“Arturo Rinaldi, un marinero hispano-italiano, fue la primera víctima de quien ya ha sido bautizado por la sociedad londinense como el asesino de la Navidad. El cuerpo sin vida de Rinaldi fue descubierto a comienzos de año en los muelles. El horrendo crimen habría sido uno más de entre los muchos que se cobra la indiferencia bestial de la gran urbe de no ser por un detalle que no pudo pasar desapercibido a los investigadores. El victimario, en un alarde de desprecio a la dignidad de aquel desgraciado, no se contentó con privar de la vida a un hombre joven y atlético sino que, probablemente en el afán de dejar su personal impronta en aquel acto de abyección, introdujo al cadáver un estrafalario instrumento musical por la angostura del conducto rectal. Las pesquisas identificaron aquel extraño artefacto como un instrumento con el que en la Europa meridional se acompaña la interpretación de composiciones navideñas tradicionales”.
“Una zambomba. Los españoles lo llaman zambomba”, aclaró Conan Doyle a su joven amigo, quien en este punto había detenido la lectura.
“La segunda víctima de este abominable homicida respondía al nombre de Andrew Sellers, un humilde encargado en el departamento de menaje del hogar de los almacenes Harrods. Los forenses hubieron de extraer un coqueto juego de sartenes incrustado en el píloro de aquel infeliz, cuyas últimas palabras fueron, según dejó escrito con su propia sangre y en trazo trémulo sobre el pulido suelo de la tienda: Ya es Navidad en Harrods. Encomiable ejemplo de fidelidad a la empresa”.
“La vileza del criminal encontró su tercera víctima, y última a día de hoy, en la persona del célebre compositor galés de villancicos Cecil Singer, autor, entre otras populares piezas, de la conocida tonada The happy turkey. ¿Qué nuevas obras infernales nos prepara este inicuo asesino?”.
Atormentado por el relato de aquellos horrendos crímenes, Fox abandonó el domicilio de Conan Doyle, de quien se despidió presuroso, apremiado por el recuerdo de que en su casa familiar le aguardaba un hatajo de parientes hambrientos, dispuestos a aligerar su despensa bajo el pretexto de que la Navidad es compartir. Minutos más tarde presidía la mesa a la cual se sentaban, acomodados según jerarquía de edad, los integrantes del irritante clan.
Fox aproxima el pudin de ciruelas a Lady Merryweather, su mamá política y viuda de Lord Merryweather, que en paz descansa, de lo cual da fe el anfitrión de la velada, a quien la vieja gusta martirizar con su inagotable verborrea. Más allá, su cuñado Archibald ríe con los guturales hipidos de la hiena una gracia dudosa de su sobrino Willy, un niño feo y desdentado, entretenido en el particular pasatiempo de adherir mucosidades resecas al mantel de encaje. “¡Feliz Navidad!”, brinda Sir Alfred, mientras escruta con instinto depravado a suegra, cuñado y sobrino, y rumia entre dientes su venganza, el emboscado propósito que le llevará, una vez consumidos los postres, a ejecutar su vesánico plan: ensartar a la indeseable parentela con el árbol de Navidad allí por donde ya encontró cobijo y albergue la zambomba que acabó con la fútil vida de Rinaldi. Fox confía en que, en esta ocasión, sus nuevas víctimas ofrezcan menos resistencia.