Pobrecita tú

Publicado: 01/10/2024
Autor

Ana Isabel Espinosa

Ana Isabel Espinosa es escritora y columnista. Premio Unicaja de Periodismo. Premio Barcarola de Relato, de Novela Baltasar Porcel.

Una feminista en la cocina

La autora se define a sí misma en su espacio:

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Prefiero que me atilden de virtual como ya lo hicieron por mi fobia a compartir espacio vital que de mema


La ira es lo más placentero de esta vida. No hay nada como un buen cabreo para liberarte de los malos humos expectórales. También hay que decir que los tontos abundan, así que es fácil llegar al estado zen en que todo lo ves rojo, sobre todo si vas conduciendo y te la meten por la trasera. Lo más cabreante del mundo – no me digan que no, qué me cabreo-es que nadie reconozca su autoría cuando la ha pifiado y –aun peor- que no echen pecho palante cuando los cogen con las manos en la masa. Eso me cabrea infinito. Los niños idiotas, también me ponen a mil. Esos niños vestiditos de viejos, con caritas de viejos arrugados de película de terror que no levantan un palmo del césped, con una pelotita que es pa ellos forever, que intentas poner paz y te dicen con voz de Belosi algo que te hiela las venas, porque no puede haber tanta maldad acumulada en algo tan chico y tan feo.

Te vas del sitio y te cabreas más, porque no es alguien a quien le puedas partirle la cara verbalmente, porque a tu lenguaje incisivo solo te mira con cara de pez. A su madre y a su padre ni te acercas, porque entre los dos (multiplicándolo por mil) suman menos actividad cerebral que un zombi descabezado. Así que te lo comes sola. No en ese momento, sino luego cuando las pilules para dormir no hacen efecto y te retuerces como anguila en barro radiactivo. Es lo que tienen los actos sociales… que me pirran, me entusiasman y hacen salir mi lado más benevolente y positivo. Sí, es sarcasmo, Sheldon. Concretando, me cabrea casi todo. Puede influir el tiempo, porque en el verano, normalmente, no estoy de tan mal humor salvo cuando veo las caravanas de coches que nos encontramos al volver, mientras ellos van llegando a la playa a las dos de la tarde.

Los adorno con tantas guirnaldas mentales que mis hijos sueltan su consabido “y qué más te da”. Pues me da. Mi mente funciona por su cuenta y riesgo, como mis ojos que están cogiendo posturilla a lo que dijo mi padre de que veía menos que un gato de escayola. Mi padre. Cómo entiendo ahora sus horarios raros que tanto me cabreaban porque me despertaba cuando a mí solo me quedaban dos horas para que sonara el despertador. Entiendo su valentía por querer vivir solo y no depender de nadie. Entiendo su cabreo al comprender que no iba a conseguirlo para siempre, porque la vida lo había deglutido y estaba a punto de tragárselo. Veo a los que adornan los videojuegos como personajes secundarios y me cabreo, porque se creen más personas que él y nunca lo fueron. De personajes no jugables está llena la vida, de gente que pasa por tu lado y no te mira.

Prefiero que me atilden de virtual como ya lo hicieron por mi fobia a compartir espacio vital que de mema. Llegará la edad en que seré mema integral, pero mientras me vestiré con ropajes de ira y fuego, porque un día de furia  es el mejor reactivo para ahogar a la tristeza. Y esa, queridos míos, sí que es pegajosa y atragantadera, escurrellantos, metomentodo e imprevisible. Leal y zalamera como perro abandonado, invasiva y peligrosa como el peor de los cánceres. Se ha hablado poco de la tristeza como plaga, pero será la que nos acompañe hasta la muerte, la que nos suceda pegándose a nuestros deudos, la que suspire por nosotros en el abatimiento y la pena. Por eso prefiero cabrearme hasta el infinito. Los tontos de este mundo me ayudan a ello, porque son  inagotables, tan magníficamente idiotas que ni pesan, ni sufren, ni se agotan, todo lo más van detrás de una pelotita en un acto social que encima no es ni de ellos.

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