Hubo un tiempo en el que lo que hoy es Andalucía fue el epicentro de Occidente. Decimos eso y nos vamos al siglo XVI, con Sevilla como bandera de ese imperio en el que no se ponía el sol. Pero un puñado de siglos antes, esa misma frase tuvo igual vigencia con Córdoba como corazón, lo que pasa es que, como aquello fue con los musulmanes, parece que no forma parte de nuestra historia, que aquello fue obra de otros y no de nosotros, con lo que nos negamos uno de los momentos más brillantes de nuestro pasado.
“Durante la segunda mitad del siglo X, el califato de Córdoba se convirtió en la mayor potencia política y cultural de Occidente”. Quien lo tiene tan claro es el islamista Eduardo Manzano, investigador del Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIS) y una de las mayores eminencias en lo que fue Al Andalus. Un territorio, recuerda, que en aquella época ocupaba tres cuartas partes de la Península Ibérica, incluyendo ciudades como Toledo, Zaragoza, Huesca, Lleida o Tudela, con lo que puede decirse que “todos éramos cordobeses de alguna manera” en ese momento.
Y ese momento es el que recoge la última obra de Mendoza,
La corte del califa, que radiografía el esplendor de la mayor potencia de Occidente bajo el gobierno de al-Hakam II entre junio de 971 y julio de 975. ¿Y por qué precisamente esos cuatro años? Pues porque el hilo conductor es un texto muy poco conocido, la crónica palaciega que hace un funcionario, Isá al-Razi, que es uno de los pocos textos de relevancia que nos ha llegado de aquella época.
Un gran gobernante
Hablar de al-Hakam II es hacerlo de “uno de los gobernantes más importantes de la Península Ibérica” de todos los tiempos, responsable de uno de los periodos más rutilantes de su historia. Todo ello tuvo su reflejo en la última (y más hermosa) ampliación de la Mezquita cordobesa y en la culminación de Medina Azahara, en un periodo que fue pacífico y brillante. “El X en Europa es el Siglo de Hierro, hubo una gran crisis y fue muy violento, pero con Al Andalus aquí vivimos el Siglo de la Seda”, refrenda Manzano.
Isá al-Razi relata el día a día de la corte, desde por dónde anda el califa hasta cuándo empieza a llover o cómo se sientan los asistentes a una recepción. En esta memoria de palacio “lo que más sorprende es que se ve que el califa no puede hacer lo que le da la gana, está muy limitado por la comunidad y debe tenerla muy en cuenta”, hasta el punto de que se esmera en hacer ver que sus acciones de gobierno “son buenas para el pueblo”, una imagen que choca con la que el propio Manzano tenía de que “el califato era muy despótico”. Un califato, apunta, que fue como “una supernova”, muy brillante pero que duró poco, “aunque sus restos se reparten por unos reinos de taifa que no fueron una época de decadencia como siempre se ha dicho”.
Este imponente pasado andalusí es, por musulmán, poco reivindicado como parte de nuestra historia, hasta el punto de que nos sentimos más herederos de los visigodos, “algo que no tiene sentido porque encima no son precisamente un ejemplo”. Y nos olvidamos de una corte como la de al-Hakam II, en la que un tal Almanzor es “un obediente funcionario que ya está conspirando, es la serpiente en el paraíso”. Pero esa, como diría aquel, es otra historia...
Las peripecias del volumen
La corte del califa se basa en un texto que hasta la fecha no había sido objeto de un estudio completo, un relato que llevó a cabo Isá al-Razi y que, con sus 130 páginas, tuvo una vida azarosa. El manuscrito se incluyó como el volumen séptimo del Muqtabis, una obra que compilaba la narrativa omeya y que, siglos después, alguien terminó de copiar en Ceuta en 1249.
De esta copia se hizo otra para la biblioteca de la familia de los Awlad al-Fakkun en Argelia. En 1888, el arabista español Francisco Codera, que organizó una expedición por el norte de África en busca de textos antiguos, tuvo conocimiento de esta obra y logró que se la transcribieran. El ejemplar se depositó en la Real Academia de la Historia en Madrid y quedó como una pieza única tras perderse el de la biblioteca argelina.