Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía…” Así comienza una de las novelas más hermosas y controvertidas del siglo XX, “Lolita” de Vladimir Nabokov, publicada por primera vez en 1955, después de que cinco editores rechazaran hacerlo porque la encontraban demasiado explícita y escandalosa, ya que narraba la obsesión de un cuarentón, Humbert Humbert, por una niña de doce años, aunque no una inocente niña de doce años, al contrario, emocionalmente mucho más madura que él y consigue llevarlo hasta la locura y la autodestrucción.
“Lolita” fue llevada al cine magistralmente por Stanley Kubrick, protagonizada por James Mason y Sue Lyon y obtuvo una nominación al Oscar al Mejor guión adaptado. No en vano, la adaptación (con las tijeras de Kubrick porque se iba de metraje) la hizo el mismo Nabokov.
En estos tiempos en los que tenemos la piel tan ridículamente sensible y nos ofende hasta que le llamemos “Conguitos” a unos cacahuetes recubiertos de chocolate, tiemblo pensando en lo que se les puede pasar por la cabeza a la hora de leer o visionar esta historia.
La literatura es ficción, imaginación, la apertura a otros mundos, a otras vidas. Leí la primera vez Lolita con menos de 20 años y me fascinó. Pero no me hizo una defensora del abuso a los menores. Al igual que cuando leí a Raymond Chandler no me dio por asesinar a tiros a nadie, o cuando leí a Julio Verne no me tiré de cabeza al mar buscando animales submarinos de más de treinta metros.
Leer hizo de mí una persona curiosa, con espíritu crítico. No leer hubiera hecho de mí un ser pasivo sin capacidad de discernir lo que quiero y lo que no quiero en la vida.
Y es ese espíritu crítico el que me hace aborrecer la idea de que un colectivo me diga qué puedo y qué no puedo leer o ver en el cine. Por muchas estatuas que tiren, y por muchas películas que retiren de plataformas digitales, solo las miles de páginas que han recorrido mis ojos me dan la capacidad para discernir lo que es ético y lo que no lo es.
Cuando no queremos que un niño se ahogue, le enseñamos a nadar introduciéndoles en el agua, no escondiendo las fotos del mar. No hagamos que nuestros jóvenes tomen el rumbo de sus vidas, ocultando lo que creemos que no tienen capacidad para juzgarlo.