Hoy es uno de esos días de mierda en los que sabes que todo va a salir mal. Como aquellos en los que en Hannover hacía sol. Cuando allí hacía sol las dudas acudían a ti como una borrasca. Sabías que ibas a salir a la calle con una camiseta de manga corta y encima un jersey, preveías un día apacible, tumbado en un césped leyendo a Cela u ocupando la tarde en la majestuosa tarea de mirar a un cuervo. Pero un viento helado se adueñaba de tu cogote. Entonces ya intuías que no había remedio, que el frío se acoplaría a tus huesos y éstos se partirían por la mitad como una manzana ante el primer bocado, y te dices «otra vez, Abraham, no vales ni para estar escondido».
No vales ni para estar escondido es la frase que más han utilizado mis allegados para referirse a mí. Con el tiempo, he tenido que darles la razón. Soy de esa clase de personas a la que todo le sale mal si en la tarea que tiene que llevar a cabo tiene que intervenir la virtud de la maña, de esa clase de gente que asume que si quisiera escaparse de la cárcel, fabricaría una pistola de jabón y la colorearía con betún negro, y no caería en la cuenta, apuntando con ella a dos guardias, de que cae un chaparrón descomunal y en la mano, en vez de una falsa pistola, sólo hay espuma de jabón, como le ocurre a Virgil Starkwell en Toma el dinero y corre, la película de Woody Allen.
Recuerdo una mañana que acompañaba a mi amiga Ana Rodríguez por Cádiz. Hubo un momento en el que necesitábamos coger un autobús urbano para ir a la facultad. Cuando metí el bonobús en la ranura, la máquina me lo devolvió. Lo volví a meter, y de nuevo me lo devolvió. El chófer, cansado de que la larga cola que había a mis espaldas mirara a los lados tamborileando en los cristales del autobús, salió de su cueva, me quitó con violencia el billete de la mano y lo introdujo en la ranura de la máquina, que picó el billete. Luego, el hombre me miró con compasión y me dijo: «lo estaba metiendo usted al revés». Ana, que leyó el desamparo en mis ojos, se volvió para susurrarme: «no te preocupes, Abraham, yo una vez dudé de cómo se abría una ventana, somos de esas personas que no está hecha para la vida cotidiana».
Saberme nulo para realizar cualquier actividad donde haya que involucrar la pericia, me hace vivir alerta por si se requirieran mis manos para alguna urgencia. Siempre envidié al Cuco, de hecho, cuando creía que era posible, yo quería ser como el Cuco. El Cuco es de esos amigos de quienes te sabes su número de móvil de memoria, que tienen la inhumana habilidad de arreglar igual de rápido el motor de un coche que el pomo de una puerta. Ansiaba la templanza del Cuco para hacer todas esas cosas. El Cuco, obviamente, fue el primero de nosotros en sacarse el carné del coche.
Un día, me dejó en sus manos la difícil tarea de recoger las hojas que dormían en su piscina, mientras él arreglaba el tubo de escape de su moto. Agarré el recogedor de superficies como el que empuña una bayoneta, dispuesto a acabar con toda la mugre. Tras un largo rato evacuando hojas muertas, comenzó la disputa con una hoja rebelde, que huía con gran destreza, y se escabullía cada vez que introducía en el agua el recogedor, ya fuera por la izquierda o por la derecha. Oí la moto del Cuco arrancarse, probándose con su nueva cilindrada, haciendo un gran estruendo en el vecindario, mientras yo, exhausto, seguía obcecado con la dichosa hoja. No recuerdo bien cuánto tiempo estuve luchando contra ella, sólo recuerdo que el Cuco se acercó, me quito disimuladamente mi arma y me dijo «déjalo, Abraham, ya lo termino yo».