Algo hemos tenido que hacer mal para que después de tanta campaña informativa en los colegios, el colectivo que más fuma sea el que va de los dieciséis a los veinticuatro años. Además un tabaco que pagamos nosotros porque a esa edad aún no tienen empleo. Somos conscientes de que parte del dinero de la paga va a parar a este insalubre hábito y qué podemos hacer, nos decimos, no podemos seguirlos a todas partes y en casa no fuman.
¿Por qué fuman los jóvenes actuales con la formación que tienen? La muerte está minusvalorada en estos años y se la ve lejos. La visión de los pulmones cancerígenos de las cajetillas no les impresiona. Eso es algo que les ocurre a los viejos y a ellos les queda mucho para preocuparse.
A partir de los catorce ya se han estrenado en los botellódromos, se bebe en la calle. Lo de entrar en un bar y pedir unas colas es prehistórico.
Luego está lo de los porros, que ahí nos dicen que los desinformados somos nosotros, que en realidad no crean adicción, que son más inocuos que un cigarro. Ahí están con los ojos como dos rajitas, vidriosos o rojos. Su corteza prefrontal aún no está desarrollada, el autocontrol depende de ella pero ellos no lo viven y no lo esperan. El desarrollo de la personalidad viene agujereado por tanta sustancia.
No hacer nada es el deporte más extendido, nadie les ha contado el cuento de Rip Van Winkle que se echó a dormir y cuando se despertó se le había pasado la vida.
Es propio de viejos quejarse en general de la juventud y además no es justo. No todos se pierden en el maremágnum de sustancias, algunos no entran en ellas nunca o pasan de puntillas. Es sólo que esa parte preocupa porque vemos que no encuentran el norte, referencias que les lleven a luchar por algo, que les hagan más felices, porque esta vida aparentemente despreocupada lleva a muchos suicidios.
Las adicciones nunca son menores aunque las consideremos así, siempre nublan la mente y hacen perder la voluntad.