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Una feminista en la cocina

Finikitado

El tiempo se mece más lentamente cuando se fuma el otoño porque las ráfagas de viento, las lluvias peregrinas y los grises, lo escarchan

Publicado: 05/10/2022 ·
13:52
· Actualizado: 05/10/2022 · 14:13
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Autor

Ana Isabel Espinosa

Ana Isabel Espinosa es escritora y columnista. Premio Unicaja de Periodismo. Premio Barcarola de Relato, de Novela Baltasar Porcel.

Una feminista en la cocina

La autora se define a sí misma en su espacio:

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Efecto del temporal en la playa de El Rinconcillo.

Las moscas saben que el verano ha pasado. No les ha hecho falta ver las colas del Lidl calvas, ni las neveras llenas de cubitos de hielo. Las moscas lo saben todo en términos absolutos. Por eso, deciden ponerse a rondar sobre nuestras conciencias mientras se aparean-como idas- por aquello de que la vida no espera a nadie. A los tertulianos de las cadenas numeradas tampoco, solo que ellos sí que no lo saben. Ni los de Sálvame, ni ningún otro. Menos aun los que se refugian en consignas políticas. Esos se creen tentempiés con derechos vitalicios. Los hay que incluso son sagas, como las Campos que ya van por la tercera generación. Olé ellas, que sacan plata de donde los demás no sacamos ni corcho para enfundar una botella de cava. El tiempo se mece más lentamente cuando se fuma el otoño porque las ráfagas de viento, las lluvias peregrinas y los grises lo escarchan. Como a las neveras del Lidl que se notan huérfanas de helados y tartas peripuestas en rigidez siberiana como la cara de Putin cuando va a dar un comunicado. Después te las llevas a casa y no son nada. Por lo menos en los calores estivales cuando las plantas en mitad de la mesa del comedor. No ha pasado media hora y ya le tiembla el corazón mirándote con angustia de “méteme en el frigorífico un rato”.

La metes porque eres una blanda artrítica a la que le duelen los años que pasaron a través de los tuétanos como los sentimientos, las pérdidas y las risas. Un catálogo de risas deberíamos atesorar para los días malos, como yo reservo películas que me sacan de baches y teléfonos de amistades a las que no llamo pero que rechupeteo con la mente sabiendo que están ahí, aun cuando nos las llame.  El ser humano es tan complejo que solo piensa en su ombligo, capaz de hacer monumentos que miran al cielo solo para clavarle la punta de cemento en mitad de las nalgas. Nunca tendemos puentes más que en Sevilla donde los autobuses van al ritmo dándote la oportunidad de conocer a tus vecinos de asiento de costado o darte un buen taconeado mientras vas acercándote a la puerta de salida. La gente parece maja. Digo parece porque lo de “para muestra bien vale un botón” me parece el refrán de los idiotas. Si se emplea cada dos parrafadas, ya ni les cuento.  Perdónenme si lo usan, pero creo fervientemente que solo la dedicación, la espera, la paciencia y el tiempo nos dan lo que en realidad somos. Si “para muestra un botón” nos sirviera de lema existencial, nadie querría venir a este calvario porque no me digan que nuestro nacimiento es otra cosa que una tortura de la que tenemos la suerte de no acordarnos. Crecemos- algunos- en sabiduría, empatía y circunstancias muy personales que nos hacen llegar a ser lo que somos. Una primera impresión de ese individuo que tienes enfrente que te habla alterado o con una actuación digna de Hollywood es una gansada. Una entrevista de trabajo puede ser muy necesaria, pero no definitoria. Nada lo es porque tenemos la suerte de morir aprendiendo, de vivir muriendo y de engustarnos por esta vida que nos tiene drogados como yonkis por ella, a cada segundo. Todo esto que les cuento las moscas lo tiene paladeado en nuestra salivas y llantos, en los ronquidos cuando duermen a nuestro lado o en los vaivenes de los autobuses. Ellas mejor que nadie entienden de alientos de playa o campos donde todo vive y muere a cada microsegundo. Como los campeonatos que se pierden o ganan. Como las primeras impresiones. Como los botones y las muestras que se quedan en los refinos que ya no existen, porque Amazon se los ha comido como los hielos el verano. Prejuzgar es lo más bajo de la escala humana, lo que nos hace rastreros y vomitivos. Pero las mentes pequeñas se quedaron en el capullo del nacimiento, porque para muestra bastaba un botón. Cerraron la puerta del refino y ordenaron las cajitas de cartón duro donde en su frontal aparecía un botón exactamente igual que los muchos o pocos que custodiaba dentro de sus murallas. Porque la vida es difusa, variada, cambiante y sorpresiva, llena de botones difusos, variables, cambiantes y sorpresivos. Si no, que se lo digan a los políticos.

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