Si no tenemos nada que decir y nos quedamos en el experimento de las palabras huecas y los conceptos cerrados y sin contenido, no perdamos la ocasión de estar callados. Entre el directo y el diferido cuando solo somos capaces de pronunciar chaladuras, seamos sensatos y permanezcamos en silencio.
La magia del buen hablar, de manejar las palabras para seducir con las mismas es casi siempre una luz que alumbra hacia algo nuevo, hacia nuestra verdad. Y no debemos olvidar que para tener un visión sana de la vida, no debemos olvidar que nos debemos unos a otros como conciudadanos.
Cuando trabajamos hasta el último minuto para realizar un proyecto, tendremos la autoridad de poder hablar sin complejos, de decir aquello en lo que creemos, pero cuando nos dedicamos a atacar, dividir y enfrentar a los demás, nos convertimos en la sombra de nosotros mismos.
Nuestras voces y lo que ellas expresan nos sintonizan en la misma onda o nos distancian, nos tranquilizan o nos alarman, nos invisibilizan o colocan el foco sobre nosotros. Hay quienes no terminan nunca de distinguir entre hablar y gritar, en ese caso es bueno y deseable aprender a estar callados.
No nos empeñemos en vivir la vida que no nos toca, y fabricar vivencias que jamás ocurrieron. Cada uno de nosotros es único pero no somos islas sino archipiélagos, no estamos solos y nos necesitamos, y debemos escuchar con atención antes de hablar.
Así en momentos electorales hay políticos que se empeñen en prometer aquello que saben a ciencia cierta que no van a incumplir, y presumen a bombo y platillo de lo que no han hecho pero en su fantasía e imaginación lo dan por realizado.
Muchas veces vemos personajes desesperados en busca de una foto,, siempre profiriendo majaderías para conseguir un primer plano, de que están convencidos que por su excepcionalidad son merecedores del primer plano y no tienen el suficiente control para contenerse verbalmente y estar calladitos, que es como aparecen más hermosos.
En una carrera desenfrenada buscamos agua en los desiertos exteriores, sin darnos cuenta que en la mayoría de las ocasiones los manantiales se encuentran en nuestros oasis interiores. Vamos de la diversión al aburrimiento el escuchar la misma monserga repetida mil y una vez, envejeciendo cuando no somos capaces de sentir emociones nuevas o explosionar como jóvenes cuando alumbramos ideas, lejos de la comodidad o el conformismo.
Queriendo ser centro de atención, en nuestros discursos y actuaciones, terminamos convirtiéndonos en autómatas, que realizan siempre lo que quieren aquellos que pulsan el mando a distancia, sin dejarnos hacer oír nuestra voz, y nos deslizamos por la pendiente de ser más títeres que actores, satélites que estrellas que brillan con luz propia.
Más ocasiones de las necesarias, arrastrados por las obsesiones que nos crean, renunciamos a nuestro propio camino, a, a realizar el sueño posible o viajar para regresar al futuro y encontrar lo imposible. Dominados por la inmediatez de las excelencias y las miserias, pretenden hacernos creer que hay una sola vía donde hay múltiples direcciones.
Sin darnos cuenta y prisioneros de nuestro verbo y la vanidad, terminamos encarcelados en la jaula de oro, de un poder que se convierte en sumisión, de un paraíso que no deja de ser un infierno de falsos colores.