La vida breve, como entremés de la eternidad y periodo trascendente que ha de ser disfrutado
Un año es toda una vida, cuando el tiempo vuela y nos alcanza, inconmensurable, recordándonos que sólo somos marionetas al albur de las horas, esperando que toda tempestad amaine y que el día nos sorprenda con las buenas noticias que nos hurtó la noche. Digo esto con conocimiento de causa, cuando la década de los cuarenta arranca, inmisericorde, hojas de un calendario cuyo final se ve ya en el horizonte, desde ese barco que nos lleva a todos los malagueños hacia un atardecer eterno de Pedregalejo. Desde el Balneario, el niño Alcántara cursaba segundo de jazmines y divisaba carreras de delfines y, mucho más tarde, ya desde el puerto, observaba los barcos salir, pero al mar, advirtió, lo llevaba por dentro. Décadas después, decía llamarse Manuel y hablaba de su compleja relación con Dios, pese a que pregonó al Cristo de Mena, que iba hecho un Cristo por la Alameda. Los años malagueños de Picasso coincidieron con su infancia y, como diría Garrido Moraga, el niño que miraba como nadie se empapó de la gran pintura costumbrista del XIX y de la eclosión artística que vivió la Ciudad del Paraíso, con su padre como profesor de dibujo y discreto pintor moldeando el talento local que luego le hablaría al país y a Europa de tú a tú. Luego, pasado ese tiempo de la patria infantil, la existencia lo llevó a La Coruña, Barcelona y París y el resto es historia. Del arte, se entiende. Rafael Inglada se ha propuesto contar día a día la vida del pintor. Espero que lo consiga. En Sur, Antonio Soler nos narra un día en la vida de decenas de personas, una jornada de terral, con el calor royendo los cogotes y la fugacidad del instante coincidiendo con las derrotas íntimas de una humanidad en danza; y Pablo Aranda nos contó con un soplo evocador y descomunal la grandeza de las vidas humildes y anónimas. Aún te recuerdo. La vida breve, como entremés de la eternidad y periodo trascendente que ha de ser disfrutado; la vida breve, como derrota, como anverso de la felicidad. La polarización rompiendo la convivencia, el pueblo escorándose hacia posiciones inexpugnables y demasiado alejadas unas de otras como para que haya convivencia. Decisiones anónimas, unas acertadas, otras no, que culminarán en situaciones imprevistas años después, la respiración trazándose timorata sobre el enorme espejo cóncavo que pone ante nosotros el universo, y las hojas cayendo en las fogatas de la juventud de otro verano caluroso, cuando el niño que fuimos se agita entre brumas, anhelando la felicidad.