En las presentaciones de libros apreciamos una mezcla muy especial, una fusión entre la incertidumbre, la ilusión y la ausencia, una composición que conforma la magia que se despliega por el habitáculo donde la concurrencia participa del momento. Llevados por la amistad o por la curiosidad, estas presentaciones son una muestra de sinceridad en lo que asistencia se refiere, porque quien no está presente, es porque humanamente no ha podido y se ha disculpado previamente con el autor o bien porque la naturaleza ha decidido que así fuera. Es esta la ausencia referida al principio, irremisible, ineludible, irremediable, un dolor sordo que se alivia con los recuerdos.
El jueves pasado llegó el turno a este lugar de La Isla, el patio Cambiazo. Se trata de un edificio que los niños del barrio nunca lo vimos como tal, porque su imponencia le aportaba la peculiaridad que nos lo hacía parecer único. Las verja, que nunca se cerraba porque la tierra se la fue tragando, limitaba imaginariamente su espacio, queriéndolo separar de las casas que se le fueron adosando, convirtiéndolo en el centro de las historias que inventaban los más atrevidos, aquellos que lo cruzaban de noche, en verano, con cualquier juego como excusa para distraer la vigilancia de los mayores.
No vivíamos en él, por eso nos atraía tanto. Procurábamos ponernos algo alejados de ellos, sentados entre la acera y el escalón de la puerta de un domicilio de la calle San Juan de la Cruz. Con disimulo, el más atrevido se alejaba pegado a la pared. Tras pasar la casa de Manuela, desaparecía su figura. Todo iba bien, había entrado. Los que esperábamos hacíamos el recorrido mentalmente. Con él cruzábamos aquel patio terrizo, con los antiguos lavaderos a la izquierda, muy cerca de la escalera que nos llevaba al pasillo interior donde, a veces, se confundían los olores del potaje viudo y el puchero capón.
Apreciábamos también la confusión de las palabras, las conversaciones de los vecinos sin necesidad de abrir las puertas. Con él correríamos más deprisa para salir de allí, porque aquella estrechez había desarrollado el oído de sus inquilinos de tal forma que identificaban las pisadas. La salida era un logro, casi tanto como llegar a la calle Real para reunirse de nuevo con nosotros. Una proeza que no dejaba de ser un juego, formar parte del misterio que inspiraba aquel edificio tan nuestro aunque no lo fuera. No nos preocupaba su estado ruinoso, ni invadir la propiedad ajena, que sonaba a película del cine. Sólo pensábamos en quién sería el afortunado la próxima vez.
Nosotros crecimos, algunos cambiamos de barrio y el patio Cambiazo envejeció del todo. Tras su rehabilitación quedó eliminada la parte posterior. Tal vez esta reducción haría más fácil su resurgimiento, pero se ha quedado en el intento, porque con él se quedó el silencio, la tristeza, la oscuridad del vacío por donde volaron tantas voces. Ahora se recogen en un libro, porque las historias y la insistencia de su madre provocaron la curiosidad de Francisco Busto Baena, que no dudó en hacerle este regalo, el libro de aquel Patio Cambiazo. Un regalo también para La Isla. Gracias. Despertarán tantos recuerdos que los dolores sordos desaparecerán mientras dure su lectura. Y más.