Hay días en los que la rutina se vuelve loca y nos obliga a correr más con la mente que con los pies. Las razones obligan a ello. Es como la peripecia en la novela policíaca, de pronto ocurre algo que obliga a dar un giro al argumento, cambiando la situación de forma repentina. Si lo trasladamos a nuestra realidad es lo imponderable lo que la descentra, lo que se presenta como un mazazo, con lo que nunca contamos a pesar de creer que lo hemos previsto todo.
El efecto sorpresa nos obliga a parar siendo la mente la que nos motiva a lo contrario, a resolver, a encontrar una salida durante los segundos que puede tomarnos esta reflexión. La sensación de agobio viene después, mientras nos vamos recolocando. Es entonces cuando necesitamos un momento de aislamiento para que la mente recupere el orden y el concierto, aislamiento que podemos encontrar en la lectura, descubriendo que la concentración tiende a dispersarse.
Recurrimos a la música, oyendo que la emisora elegida está como el día y el programa presenta interferencias. Sacamos el teléfono, pero conectarnos no es lo mejor para desconectar. Caminar es el recurso que nunca falla, un momento que nos regala la ciudad, un momento que en La Isla podemos convertir en paseo, porque ese aislamiento empieza por la vista, por la búsqueda del lugar donde descansarla.
Con la primavera rascando el aire, la madrugada va oliendo a aridez veraniega, a esa ramita seca que encontrábamos en el jardín de una plazoleta, en un alcorque o por la acera, para convertirla en varita mágica o en el revólver más rápido del salvaje oeste. La mañana es más clara aunque al cielo lo encierren las nubes y esa claridad gris facilita el lugar donde reposar la vista, que no es otro que el estero, roto por la sinuosidad del caño que la luz matinal pule y espejea, agua que se estremece ligeramente por el paso de las piraguas, ribeteada por las flores amarillas que alfombran el pradillo, vinagrillos que la celan, que envidian la humedad de la orilla donde se arremolina la sapina.
Agua salada que emborracha el fango, guarida de almejas, sustento de flamencos con la bajamar, un momento mágico que nos hace entender el olor peculiar de La Isla, el que propaga y perfuma la mañana, el que entibia y adensa el anochecer. Un momento que nos sanea por dentro, el tónico sorbido al silencio del estero, quebrado por el gañido de las gaviotas, el graznido de las elegantes zancudas rosas o el paso nervioso de la corriente por alguna compuerta.
Un momento que termina con la vuelta a la realidad particular e intransferible, como el carnet de identidad. La serenidad se ha hecho un hueco calmando el ánimo, ayudándonos a cargar con lo que queda del día en el que nos ubica la actualidad conformada por noticias que nos hacen temblar, que nos hielan el alma y nos rompen el corazón. Serenidad que inevitablemente se altera con lo que nos toca vivir y sentir junto con nuestra individualidad.
Actualidad que sobrellevamos rescatando la imagen de ese momento vivido que puede repetirse mirando la foto del móvil, abriendo una ventana o subiendo a la azotea. Un momento que solo puede regalarnos La Isla.
No todo el mundo tiene la suerte de recibir algo así.