Durante la infancia que transcurrió por los años setenta del siglo pasado, era habitual oír la alusión al alargamiento del verano hasta diciembre ante la puerta del colegio. Las mañanas, enturbiadas por la humedad tempranera, nos acercaba el aroma de la marisma, ese olor inconfundible y único que recorría, recorre, nuestras calles.
Era como un augurio que medio siglo después se ha convertido en realidad no sólo por el popular veroño, sino porque hacia mediados de septiembre el supermercado adapta un espacio estratégico para colocar las delicias navideñas en pequeñas cantidades. Es este el recurso concreto y preciso para que el consumidor se haga con ellas e ir haciendo boca, destinándole su lugar tanto en la despensa como en la bolsa de la comida de la playa.
Más de uno anda ya empachado de estas golosinas que perdieron su condición de extraordinarias, condición que va perdiendo también la fiesta de la Navidad. Hace años que las películas de la sobremesa se adelantan a noviembre, cuando aún vuela el olor de las flores que atestan los cementerios. Hemos llegado a un punto en el que la prisa ha dejado su lugar a la competitividad, que no necesita lema o eslogan para adivinar el mensaje: vívela antes que nadie.
Desde octubre se viene publicitando una navidad de cuento, con personajes, castillo y nieve en un lugar de ensueño. Cuatro o cinco días vividos plenamente, unas cortas vacaciones cuya anticipación estará ligada al hecho y la suerte de haber disfrutado la navidad por duplicado, con menos de un mes de diferencia. Si esto hace feliz pues bien, sin embargo el concepto se va alejando más cada año que pasa.
Con franqueza y respeto, la tradición ha ido perdiendo la esencia para enfocarse hacia la celebración, la fiesta y la diversión. Es imposible bajarse del tren de la vida, como es imposible apaciguar esta prisa apagando la tele, posponiendo el viaje perdiendo la oferta o relegando la compra de los polvorones hasta el puente de la Inmaculada.
Se trata de vivir con las tradiciones alteradas o adoptadas con más o menos agrado, pero sin olvidar las nuestras. Si no las recordamos los más pequeños se quedarán sin saber que la Navidad se hacía acompañar por un cómplice, el papel de celofán brillante y tieso que delataba al ladronzuelo de polvorones, ilusionado por comerse el primero antes que nadie. Así empezaba el cuento familiar, el que acurrucaba la noche de Reyes, el que se recordaba durante la cena de la Nochebuena siguiente.