En diciembre de 1936 moría en Salamanca Miguel de Unamuno. Moría solo y repudiado por todos. Por la República, que él había ayudado a construir y que no le perdonaba su inicial apoyo entusiasta al alzamiento; y por los fascistas apiñados en la capital salmantina en torno a Millán Astray, y que estuvieron a punto de lincharlo en el paraninfo de la universidad, tras su valiente enfrentamiento con el mutilado militar. Moría Unamuno solo, pero la propaganda nacional enseguida se dio cuenta del valor de aquel cadáver exquisito. Cuatro aguerridos falangistas se presentaron en el domicilio de Unamuno en la calle Bordadores, y se hicieron con cierta fuerza con el ataúd que contenía sus restos. Andaba por allí el nieto pequeño de don Miguel, Miguelito, hijo del poeta José María Quiroga, que tenía siete años, y que despavorido ante la escena echó a correr por la casona gritando “que se llevan al abuelo, a tirarlo al río”.
No al río, sino al lodazal de la historia mandó el franquismo a la cultura. Lo mejor de la intelectualidad española acabó presa, muerta o en exilio. Y quienes se quedaron, en una inmensa mayoría lo hicieron aborreciendo el régimen bajo el que vivían. Incluso las nuevas generaciones –tanto los hijos de los vencidos como los de los vencedores- se alinearon pronto en las filas de la oposición democrática.
Quizás sea éste el origen de la repugnancia visceral que la derecha dura le tiene al mundo de la cultura y a sus representantes. A Hermann Goering se le atribuye la frase “oigo la palabra cultura e inmediatamente le quito el seguro a mi revolver”. Estos son iguales. Se ponen de los nervios. Fue casi cómico repasar algunos medios de derechas después de las manifestaciones del pasado 19 de julio. La noticia no estaba en los manifestantes, su crecido número, sus razones. No. Es que al frente iban “los Barden”. Cuyo delito es ser ricos, intelectuales y de izquierdas. Pasa lo mismo cada vez que Victor Manuel aparece apoyando a sus paisanos mineros. La noticia deja de serlo para centrarse en este comunista rico. Como si para ser de izquierdas hubiese que andar con calcetines blancos y sandalias y oliendo a choto.
Ahora, un gobierno de derechas que cada vez que hace una reforma da un pasito más hacia la derecha, ha visto el cielo abierto para castigar a los de “la ceja” y vecinos. IVA que te crió. Al 21% y a joderse, con perdón. Mi compañero y amigo Antonio de la Torre –pedazo de actor, y de izquierdas, naturalmente- me contaba hace unos días la anécdota siguiente: se le acercó un fan a pedirle que le firmara el DVD de su última y gran película “Grupo 7”. Un DVD pirata. Y con resignación me decía que en el futuro todos los que firme serán piratas. Me temo que con la recesión, ésta subida solo servirá para castigar a un sector díscolo con el PP. Desde luego no servirá para recaudar más, como aseguraba un representante de los empresarios de salas de cine: “si viene menos gente porque el cine es más caro terminamos pagando lo mismo, pero el sector se va a hacer puñetas”.
Por no hablar de la subida de las tasas universitarias, que convierte a la educación superior en lo que fue a principios del s. XX: una universidad para ricos, a los que no les importa en absoluto cuantas convocatorias tengan que pagarle a la nena o al nene de una misma asignatura. En fin, la cultura no va al río, como temía Miguelito, pero sus representantes tendrán que aprender a nadar, por si acaso. Y ya que comenzaba recordando a Unamuno, con una cita suya acabo: “La cultura está por encima y por debajo de las pequeñas diferencias contingentes, accidentales y temporales de las formas de gobierno”. Así debiera ser, don Miguel. Pero no aprenderemos nunca.
Jerez
La cultura, al río
Quizás sea éste el origen de la repugnancia visceral que la derecha dura le tiene al mundo de la cultura y a sus representantes
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