R-E-S-P-E-T-O, así, en mayúsculas, deletreando cada consonante y cada vocal, como hacía Aretha Franklin en su himno soul del 67 (“R-E-S-P-E-C-T”). Ella lo hacía para reclamar la igualdad de sexos en la pareja; la comunidad educativa española, en general, los maestros de toda la vida, lo vienen haciendo desde hace unos años para reclamar la autoridad perdida, desalojada de su status profesional por la desprotección social que ha ido consumiendo su figura, como la nada inventada por Michael Ende devoraba la tierra de Fantasía a medida que avanzaba por sus páramos.
El curso acaba de comenzar y, frente a los problemas de siempre (si no los hay, los habrá) -reformas inacabadas, aulas masificadas, carencia de auxiliares de apoyo...- y a los nuevos -la psicosis creada en torno a la incidencia de la gripe A en los centros escolares-, la indefensión en la que se encuentran muchos profesores ante sus alumnos y, más aún, ante algunos padres, sigue descorazonando a los que viven y mueren por su profesión. Hace una década, cuando comenzaba a extenderse el fenómeno, estuve destinado en un comedor escolar como objetor y pude apreciar en persona algunos detalles desalentadores. Por entonces, una profesora me pasó un estudio sobre el panorama educativo estadounidense de los años cincuenta y, alarmada, me subrayaba los paralelismos con la situación española medio siglo después -ahí está la película Semilla de maldad (1957) para corroborarlo-, sobre todo por la degeneración evolutiva hacia la que parecemos ir arrastrados.
Hoy me sumo a sus reivindicaciones, ahora que me llega fresco el recuerdo de mi primera maestra de párvulos, la señorita Concha, que acaba de fallecer a los 91 años, y a la que todos respetábamos en clase y, de manera menos afectuosa, como practicante, ya que era quien venía a casa a ponerme la inyección cuando tenía anginas.