Ha dicho Valdano que hablar de política desde el ámbito de los clubes es pervertir el terreno futbolístico. Lo ha hecho con la intención de dar por zanjado el duelo dialéctico e ideológico que ha mantenido en las últimas dos semanas con el presidente del Barça, Joan Laporta, acerca del significado institucional de sus respectivos equipos. Pero a Laporta le ha pillado en un momento de debilidad emocional, con la Diada de por medio y el recuerdo aún reciente de las cinco copas que han acumulado los de Guardiola en apenas seis meses, y se ha venido arriba. Le han tocado en el corazón, pero no en el blaugrana, sino en el catalán, y eso, parece ser, es mucho peor.
Laporta se ha escudado en una realidad: los aficionados y seguidores del FC Barcelona en general, no sólo los de Cataluña, son conscientes y aceptan la realidad socio cultural que rodea al club, pero olvida que, muy pocos, fuera de Cataluña, se identifican con sus proclamas independentistas y esa condición de iluminado que parece haberse impregnado en su aura a medida que ha consolidado un cargo presidencial que le concede un status de privilegio.
Tal vez porque le queda poco tiempo para ocupar esa poltrona -no puede aspirar a la reelección porque los mandatos presidenciales en el Barça están acotados a dos, a iniciativa del propio Laporta-, o porque ya le tientan otras aspiraciones de cara al futuro, ha decidido ponerse a prueba e imitar las maniobras de sus jugadores en el campo (ofrecerse y ocupar el espacio) para erigirse en nuevo abanderado de la causa catalanista y, de paso, pervertir el vínculo afectivo del club con sus seguidores: el deportivo.
Pasó la Vuelta Ayer acabó la Vuelta a España. Ganó un español, Valverde, con escasa diferencia sobre sus seguidores, aunque sustentada con constancia y regularidad. El año próximo no recordaremos que él ha sido el ganador de este 2009, del mismo modo que ya no nos acordamos de quién ganó el año pasado. La Vuelta ya no es lo que era. La competición que hace un par de décadas competía en calidad y competitividad con el Tour de Francia optó por abdicar, reubicarse en septiembre y diluir su euforia popular, junto con aquellas tardes de transistor e imágenes en directo que ya han pasado a la historia.
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