Yo debo ser un tío indigno para vivir en entre tanto patriota y desagradable ante los ojos de muchos de mis queridos paisanos, un gran hijo de putas de esos que habría que untar de brea y plumas y servirlo en la plaza del pueblo para disfrute de todo buen españolito que desee descargar sus relucientes y dignas banderitas.
Soy de esos malos ciudadanos que aún sintiéndome español -algo tan normal- me es imposible escribir y leer tantos comentarios de desprecio, llenos de odio y rabia sobre gente que ni conozco y que llega a nuestras costas jugándose la piel para intentar tener “una vida mejor” en su gran mayoría. Soy tan mal español que me es imposible lanzar crueles comentarios sin conocer sus realidades, sin saber sus motivaciones y razones y sobre todo, sin mirarlos a los ojos directamente. Soy así de despreciable y malnacido.
Tuve la buena o mala suerte de nacer en una familia pobre con una madre que se reventó sus dos manos para sacar adelante a cinco cafres y sin nadie que la ayudara. Mi madre me demostró que hubiese cruzado en patera o a nado cualquier océano para darle de comer a sus hijos. Le faltó poco. Me demostró que los pack de cuatro yogures no eran justos con cinco hijos y aún así, jamás faltó un compañero de colegio -igual o más pobre que yo- a la mesa. Ella era y sigue siendo de otros tiempos.
En estos años, he observado cómo se ha desvirtuado el sentimiento de pertenencia, cómo se distorsiona ese amor responsable con y para nuestros conciudadanos, perdiendo el pudor en las redes sociales para vejar a todo aquel que es diferente por su color de piel, lugar de nacimiento o religión, lanzando improperios crueles que dejan entrever la verdadera esencia que está resurgiendo en esta controvertida sociedad carente de valores, donde el egoísmo impera ante esa solidaridad que tanto necesitábamos en otros tiempos, que ya hemos olvidado.
Es enfermizo este virus que cada día está más latente y el dolor, la tristeza e impotencia se ahogan con capas de un verde rancio y podrido que emerge en estos momentos con pretensiones que nuestra raza tan pura ya ha conocido, sufrido y despreciado.
Yo debo ser de otra pasta fermentada y condimentada desde perspectivas muy distintas a las que observo y me niego a faltar el respeto a quien me dio la vida, a quien me enseñó aquellos valores de los que tanto presumo. Yo debo ser un tío indigno, pero fiel a unos principios de los que jamás pienso renegar.