Desde la publicación en 2006 de “Variadas posiciones del amante” (Premio Nacional de Poesía Joven Félix Grande), Francisco José Martínez Morán (1981) ha ido conformando una sólida trayectoria literaria.Un libro de relatos, un curso de iniciación a la escritura, un buen número de trabajos críticos y otros dos poemarios, “Tras la puerta tapiada” (Premio Hiperión, 2009) y “Obligación” (2013), dan fe de su gusto por la palabra y sus distintos géneros expresivos.
Ahora, ve la luz “Tacha” (Renacimiento. Sevilla, 2018), un volumen en el que este profesor y doctor en Literatura Comparada ha puesto devoto empeño durante su largo proceso creativo.
Si en su anterior libro -ya citado, “Obligación”-, el poeta madrileño parecía inclinar su decir hacia un territorio de melancólica decepción (“Aquí nace la ruina, en el preciso/ instante del escombro y la mirada”), su presente discurso se orilla también hacia un pesimismo que delimita y pronuncia su acontecer.
Martínez Morán se copia y se refleja ante una aceptación -que no resignación-, la cual implica subsistir ante la realidad doliente. El deseo se ha tornado duda, el amor es inquietud, las pretéritas promesas son tercas lágrimas…, y hasta el mismo vuelo de los vencejos deriva en irreparable finitud: “Qué absurdo este poder en el vacío:/ en vuestra libertad sólo hay ficción,/ escapatoria en círculos, engaño/ del aire hecho presente./ Más tarde o más temprano, os detendréis/ y todo será suelo”.
Los poemas van surgiendo con matices reales, sin apenas ambigüedades, y en ellos predominan imágenes preminentemente verídicas.La acentuada soledad del yo lirico se transmuta hasta transitar por un estadio de irreparable pérdida. Apenas si se puede regresar a lo vivido, ni reconciliarse con aquellos espacios que fueron cobijo y bálsamo: “Se terminó el asombro:/ corría, a manos llenas, en la infancia;/ colmaba en primavera la pupila;/ era el centro del aire y la razón/ por la que construíamos la luz”.
Aquella lumbre, pues, testimonió los seres y los objetos que fueron materia del alma. Pero ahora, su resplandor no es sinoun intervalo circular donde las huellas némicas han quedado borradas, donde todo lo todo sucedido es desuso, abandono: “Y cada vez que intento recordar/ aquello que creía inolvidable,/ llego a la conclusión/ de que nunca ha existido”.
Dividido en cuatro apartados, “Borrado”, “Los ciegos escribanos del olvido”, “Canciones” y “Tacha”, el volumen avanza al hilo de una posible reconquista del propio sujeto poético (“Quieres pensar que, al menos, queda un rastro/ de ti y de lo que fuiste en algún sitio”). Aún siendo consciente de su propia condena vital, se ve empujado a no renunciar a su propósito primigenio, ano cuantificar su decadencia. Y, por ello, busca la mejor vía para su redención, para salvar el ritual de su tiempo, su residencia en la tierra: “aunque la vida es poco más que vida,/ yo naufrago y me aferro”.
Al cabo, el adiós se aparece como la parte contraria a cualquier anhelo. No cabe la duración, ni siquiera en el plano onírico (“Hace ya muchos años que no sueño”). De ahí, que el poeta radicalice su conciencia y asuma su mortalidad sin conflicto: “Tienes que conformarte./ Ajústate, no intentes desbordar/ el ámbito somero de los días”.
En suma, un libro totalizador, dador de respuestas a la intencionalidad de la vida, a la designación del ser humano en el mundo. Y que confirma la voz madurada y precisa de un poeta de sabia dicción versal.