Estoy convencido de que Pedro A. González Moreno (Calzada de Calatrava,1960) disfruta ejerciendo su oficio de escritor. Porque lo hace con conocimiento de causa. Resulta verdaderamente atractiva, por ejemplo, su forma de entender la poesía (seis poemarios y varios premios de prestigio lo avalan), su singular visión de ese otro mundo que sólo el poeta sabe para sí y aprende a decir para los demás; su único acercamiento al ensayo hasta la fecha, “La musa a la deriva”(premio Fray Luis de León, 2016) es de una clarividencia de juicios agradecible; y ésta su última entrega narrativa, “La mujer de la escalera” (Siruela. Madrid, 2018), muestra una prosa diáfana, sujeta al argumento y al desarrollo clásicos de lo que debe ser en esencia un relato policial.
La trama de “La mujer de la escalera” desprende y coordina elementos narrativos y otros propios de la dramaturgia sin esfuerzo aparente, y su punto neurálgico es sencillo: los componentes de un grupo teatral universitario, junto con su veterano profesor, se encuentran entre manos con un texto crucial -desconocido hasta la fecha- de la literatura española del siglo XV, “Las lagrimas de Belisa”. El texto en cuestión iluminaría de modo extraordinario los “siglos oscuros” de nuestro teatro entre el “Auto de los Reyes Magos” y
“La Celestina
”. Entre tanto, ¿qué nos han dejado las primeras páginas de esta novela? Un suicidio, un asesinato y una muerte natural. Buen principio, pues, para entrometerse en el devenir de la misma.
El tiempo histórico es un aliciente más. Pedro A. González Moreno fue universitario en época inmediata anterior a la mítica movida madrileña, en que los estudiantes y profesores pasaban a creerse su condición de casi héroes en pie de guerra pacífica contra los intereses de un poder estatal en vías y en vísperas de extinción. Un escenario enorme, donde surgen vidas reales y anhelantes de libertad, queda al descubierto por un simple detalle al azar, por un libro entreabierto conducente a la relación sentimental entre un soldado y una monja nacidos para el olvido en una ciudad ocupada. Estos dos seres son componentes de una estructura circular que se conocerá in extremis.
Hay que agradecer al autor la fluidez con que discurre su historia. Mejor aún, él mismo nos deja entrever que somos nosotros, sus lectores, los que hemos de ocuparnos de los hilos con los que se manejan los personajes de la historia, y también nosotros hemos de hacernos eco de los temores, dudas, esperanzas e ilusiones rotas que arrastran. Y solidarizarnos con ellos es la mejor manera de atender al desenlace. En buena medida, la protagonista, Sara, atrae más por lo que quiere decir que por lo que dice, más aún por lo que sugiere y permite imaginar que por lo que enseña al trasluz de sus meditaciones de veinteañera dubitante. Con el estigma de un futuro previsto a partir de un presente más o menos indeseado se hacen visibles los demás actores en escena, sean mayores o de la misma edad de Sara. Animales universitarios la mayoría de ellos, acaban imbuidos por los miasmas sutiles de un mundo al cual nunca podrán pertenecer si no es sacrificándose a sí mismos.
Una narración desenvuelta, puntualizada y adecuada con mimo a los misterios que van desvelándose paulatinamente. Este es el mayor de los retos que Pedro A. González Moreno supera con creces a la hora de pergeñar su novela, lo cual también explicitó el jurado del Premio “Café Gijón de Novela” al otorgarle tan prestigioso galardón.