Estancias del alma

Publicado: 30/07/2018
Autor

Jorge de Arco

Escritor, profesor universitario y crítico. Académico de la Real Academia de San Dionisio de Ciencias, Artes y Letras

Notas de un lector

En el espacio 'Notas de un lector', Jorge de Arco hace reseñas sobre novedades poéticas y narrativas

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Manuel Cortijo es manchego de pro, poeta de honda raíz. Su último poemario es encendido y límpido
     “Aquí, en esta estancia donde siempre/ es verano”, escribo -con el mar enfrente-, del libro último de Manuel Cortijo, manchego de pro, poeta de honda raíz. Está cayendo el sol, y una luz dorada se derrama sobre las cosas y lo seres que, a su par, atardecen. En esta estancia del Sur, celebro, con su lectura pausada, las “Estancias” (Huerga y Fierro. Madrid, 2018) que Cortijo ha abierto para que pasen -ungidos, no urgidos- sus lectores.

Escribe: “Todo se abre/ igual que el sol, el mar, una ventana, el cielo,/ lo mismo que una casa,/ una casa que fue…”. La memoria es pozo que nunca se vacía, se conjuga con la ensoñación, con el río interior que todo poeta autentico hace fluir cuando su corazón le guía. Adentrarme en esta casa, en esta estancia -que como ella misma- fue, es iniciar un recorrido lleno de hallazgos -encuentros, soledades, remembranzas…-, y acabar enriquecido y más lúcido que cuando a su puerta aguardaba.

Para el vate albaceteño, el universo que gira en derredor se sostiene sobre una naturaleza que nace de lo absoluto, “donde sólo lo incierto/ permanece”. De ahí, que su afán de duración persiga bordear la otredad, desdoblarse de forma telúrica hasta ingresar en un pretérito que anhela el futuro: “Preciso me es salir, irme allí fuera,/ irme un punto de mí/ a decir lo que puede/ decir lo luminoso, aún sin desbordarse,/ el cristal que se cumple en unas lágrimas/ no lloradas aún…”.

Pero detrás de ese empeño, asoma también la engañosa lumbre de las deshoras, o lo que es lo mismo, la amenaza del fenecimiento. A fin de cuentas, el hecho de sobrevivir concreta la aceptación de tal mudanza. Y del desconsuelo nace la orfandad de su tránsito vital, de su realidad irrevocable: “He comprendido/ al fin lo tan probado, que es comprenderlo todo,/ que la muerte también/ crece a su tiempo, crece/ en su tiempo y nos hace a su medida”.

     A lo largo del poemario, hay instantes donde predomina una sacudida visceral, no violenta, si conmovedora, que ratificanla calidad lírica y el dominio verbal.  Y es que Manuel Cortijo maneja con sabiduría los tempos y, a través de un verso libre muy bien ritmado, va vertebrando un discurso que revela los íntimos territorios de su verdad, los ecosde un mapa cómplice, solidario,  desde donde evoca y nombra los elementos enraizados a su ser: “Aquí donde ahora estoy nada se pierde,/ nada se pierde porque el alma/ late inmensa en la entraña de lo eterno. No se pierde la viva claridad/ ni el latir de las cosas”.

     Dividido en cuatro apartados, “El daño de los días”, “Agua para la sed”, “Casa perdida” y “En otra plenitud”, el volumen se aúna en un discurrir común que va poniendo luz sobre lo amado y lo sentido. En su prefacio, dice Juan Pedro Carrasco García que en estas estancias, “el poeta se queda esperando para hallarse en lo que vive”. Y, en verdad, desde esa espera serena, el decir de Manuel Cortijo se agranda y se desnuda. El yo lírico se siente reacio a cualquier premura y ofrece una tregua para alcanzar cierta indulgencia. La espiritualización de la materia que lo signa se torna, entonces, búsqueda sintética de su íntima dimensión.

   Un poemario, a fin de cuentas, encendido y límpido, donde brilla el esplendor de la palabra honesta, de la sabia música del alma, “el último temblor de lo vivido”.

 

 

 

 

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