La indagación de la identidad se forja en el ámbito poético a través de diversas experiencias. El yo lírico asume la esencia de la realidad, la de su propia filiación y, también, la del poema que va vertebrando en función de su analogía. Después, el proceso de reducción de cuanto sucede en torno a su acontecer, difiere según la perspectiva que el sujeto quiera concretar, cuestionar o contraponer.
Tras la lectura de “Introducción al límite” (Fundación José Manuel Lara. Vandalia. Sevilla, 2019) de María Alcantarilla (1983), el lector podrá comprobar la articulación de un poemario donde la intuición va dejando paso al reconocimiento empírico de lo trascendente. Mediante un sabio proceso de reflexión conceptual, la autora sevillana va trazando un mapa de trasparencias y silencios donde se asienta el sentido profundo de lo vivido y por vivir. Y así, en el poema que sirve de pórtico, escribe: “No puedo seguir siendo un mero intruso/ ni quiero que el azar venga de paso/ y rocíe el borde de esta sábana -doblez y territorio-/ y me obligue a creer que estoy despierto (…) Para no despertar, gravito solo,/ acepto este dolor que me acompaña lentísimo, exigente/ dichoso por tener a quien mecer/ como un huérfano besa un relicario”:
Dividido en cuatro apartados, “Umbral”, “Proyección de perspectiva”, “Punto de fuga” y “Un segundo después”, el volumen mantiene un discurso unitario y lo largo de sus páginas entabla una relación directa con la percepción configurativa que cada cual proyecta respecto a temas tan sustanciales como la muerte, el dolor…, y la forma de enfrentarsus miedos y sus anhelos.
María Alcantarilla asume desde su íntima conciencia la pureza de un lenguaje totalizador con el cual pretende refundar su visión vital. Y lo hace a través de un masculino neutro que quiere abarcar la voz solidaria de la humanidad. Su reivindicación es, entonces, un intento de plantear inquietudes, turbaciones comunes, pero sin caer en la tentación de responder de forma complaciente a esos interrogantes: “Y vuelvo a decrecer cada jornada/ como si edad y forma/ no quisieran saber por qué se muere (…) Como todo hombre mortal/ llegué al mundo llorando/ y arrastro aquella estela y le pregunto/ si acaso un hombre puede recordar/ cómo la herida/ es otra cada vez/ y otra su muerte”.
Con una fe convincente en la capacidad de la palabra poética para representar la facultad de su mensaje, María Alcantarilla ahonda en la dualidad nihilista-optimista y enfatiza su necesidad de aunar fuerzas para combatir la desolación, el desamparo. Porque una veta de esperanza va alzándose a medida que el libro se adentra en cómplices territorios. La precisa música de su versos avienta escenarios que vislumbran con mayor amplitud la subversión de la soledad o del daño: “Porque, después de todo,/ ya somos infinitos/ en el modo de obrar con lo pequeño,/ con la esencia mortal de cada cosa/ que late entre los dedos, y es la vida/ mordiendo las penas y entregando/ su eterna suavidad, como una madre”.
Un poemario, en suma, revelador de unos registros de madurada expresividad, y en el cual se refirma una voz de intensa hondura, pronunciada desde una lírica certidumbre existencial: “No es ciego aquel milagro que sucede:/ también el corazón cierra los ojos”.