El otoño nace de los últimos sofocos del verano. Todos los años llega casi pegado al 24 de septiembre, con el sol entre la bruma, acristalando el agua, refulgiendo hasta cegar los ojos que se atreven a mirarlo mientras amanece. El calor ya no perla el cuerpo, da sazón a la fruta, endulzando ciruelas, acidando membrillos, estimulando la necesidad encubierta por el capricho de un puñado de frutos secos. En breve flanquearán la entrada de las fruterías en los cestos de esparto -los llamábamos espuertas- mientras el humo de las castañas asándose se asomará elevándose, aromando la plaza del Rey, seduciendo al caminante.
El 24 de septiembre retoma estas costumbres dando la mano a la historia, su historia, que tanto tiempo anduvo extraviada. Rescatada, se va asentado, se va haciendo un hueco entre la gastronomía y la música, con algún espectáculo al aire libre y recreaciones históricas, entre las conferencias y las exposiciones, todo enfocado para instruir entreteniendo, para que se vaya asimilando, para que no se olvide. El tiempo será quien la consolide como tradición, haciendo brotar el apego por lo nuestro.
Si el amanecer convierte en espejos las piezas del estero, si contemplarlo es una postal que encuadra claroscuros, no menos sorprendente es el color del sol en el ocaso, vehemencia naranja del poniente que escribió Juan Ramón Jiménez, una hora suprema que se aprecia y disfruta en el silencio salado y húmedo de la playa, roto por el rumor de las olas, facilitando la entrada a los recuerdos, a esta etapa de la historia recreada durante esta semana. Será coincidencia pero en este día 24 de septiembre, alrededor de él, empieza arrullarse el tiempo para componer la alegoría del verano. La tarde se acorta y las hojas amarillean languideciendo hasta secarse al amor del olor intenso y embriagador de los nardos, ansiosos porque la humedad se les enrede en los estambres, abrillantándolos para jugar a ser estrellas mientras la noche se refresca y la luna se llena.
El 24 de septiembre, el nuestro, tiene el color especial de este otoño que principia, el que hace refulgir la bruma hasta difuminarla, el que resucita la luz añileando el azul. Lo hemos disfrutado esta semana que hoy termina y que bien podría ser la feria de otoño de La Isla. De hecho ya se comenta favorablemente en los mentideros digitales, pero también aparecen el desdén y el desprecio que facilita el anonimato -no podía faltar- para todo proyecto que puede salir adelante, en un afán de acabar con la ilusión por llevarlo a cabo. El tiempo lo dirá. Ganas no faltan, porque lo que en un principio fue la conmemoración de esta fecha tan significativa para nuestra ciudad con una jornada de duración que pasaba sin más, poco a poco se ha ido extendiendo hasta alcanzar la semana.
Y está bien. Todo sea por conocer lo nuestro, por realzarlo, por elevarlo hacia donde le corresponde aunque haya que empezar por revestirlo, por darle tono de feria, y seguir bregando con el empecinamiento, con la obsesión en lo contrario por los anónimos de siempre, los que viven pegados al teclado sin ver más allá de la pantalla. Ha costado llegar hasta este presente de siete días llenos de historia y seguirá costando. Será la prueba de la superación, de que cada año se sube un escalón más. Y hay ganas.