Nueve meses después de la irrupción del coronavirus, apagados los ecos de los aplausos que, desde el inicio del primer confinamiento y hasta mediados de mayo, miles de españoles dedicaban cada noche a los sanitarios, y amarilleadas las fotos de la entrega del Premio Princesa de Asturias al colectivo, en octubre, por su entrega en la lucha contra el coronavirus, los profesionales siguen jugándosela cada día. Sin descanso. Olga González Alemán, jerezana especializada en Medicina Intensiva, está agotada. No se ha tomado vacaciones desde que decidió aceptar un puesto en el Hospital Gregorio Marañón de Madrid en lo más crudo de la crisis sanitaria. “Había que ayudar”, dice, sin arrepentirse de la decisión adoptada, pero reconoce que la situación que encontró “fue horrible”. A principios de abril, la capital tenía sus centros sanitarios colapsados. “Había miles de pacientes, descontrol y pánico”, relata.
En Cádiz, sin la misma presión hospitalaria, la falta de equipos de protección individual (EPI) marcó las primeras semanas de la pandemia. Facultativos y enfermeros, consductores de ambulancia, administrativos y celadores tuvieron que improvisar con bolsas de basura, gorros o pantallas protectoras enviadas altruistamente por vecinos y empresas o comprarlos ellos mismos. Los primeros EPI no llegaron hasta finales de marzo. Pero, tanto el Gobierno central, como el Servicio Andaluz de Salud (SAS), obligado a retirar hasta tres modelos de mascarillas facilitadas a los sanitarios en 72 horas, no ofrecían garantías en el material suministrado.
La falta de seguridad era permanente e insorportable. Olga sufrió pesadillas. Cada día atendía a pacientes con un muy mal pronóstico. “Estamos acostumbrados a enfrentarnos a la muerte”, afirma, pero el Covid-19 es muy cruel. Destruye. Rodeada de pacientes entubados, acabó sufriendo pesadillas que solo remitieron cuando volvió a su ciudad natal para, sin solución de continuidad, incorporarse al equipo del Hospital Puerta del Mar.
El verano dio una tregua, pero el mal sueño regresa. La segunda ola vuelve a poner a prueba los nervios del persona y un modelo de sanidad cuyas costuras no han soportado el peso de la crisis sanitaria hasta ahora. “Antes del coronavirus, cada invierno, las unidades de cuidados intensivos (UCI) ya estaban al límite”, remarca. Faltaban camas y manos. Los contratos son precarios. Las administraciones siguen sin aprender la lección. Y la tercera ola es inevitable, advierte Olga. La relajación de las restricciones en Navidad pasará factura, vaticina. Pero también advierte sobre el efecto perverso de la vacunación, que puede generar una irreal sensación de invulnerabilidad. El virus sigue ahí. Solo en Cádiz, algo más de un millar de profesionales sanitarios se ha infectado. Fuera de los centros hospitalarios, la provincia supera ampliamente los 30.000 casos. Olga ha esquivado la enfermedad hasta el momento y está dispuesta a dar la batalla. Sin aplausos, sin reconocimientos. Con la esperanza de que más pronto que tarde todo esto acabe. Pero la irresponsabilidad tiene un coste que están pagando muy especialmente sus colegas y ella misma. Conviene no olvidarlo.