Según los datos de la última encuesta del CIS, un 74,7% de los entrevistados de entre 25 y 34 años de edad reconoce haber dejado de ir a misa. La cifra se reduce al 71,1% para jóvenes de entre 18 y 24 años. Hay que irse al grupo poblacional de más de 65 años para encontrar cifras opuestas: un 67,3% acude con asiduidad a los templos cada semana y fiestas de guardar.
El problema -si se considera como tal- lo tiene la Iglesia católica encima desde hace algunos años y se suma a otros daños colaterales de la contemporaneidad, como el del descenso de las vocaciones sacerdotales o el extendido virus del católico no practicante que sólo cumple con la BBC (Bodas, Bautizos y Comuniones).
Aunque a algunos estadios se les llame “catedrales” del fútbol, la asiduidad a los templos no atiende a taquillas o aforos, pero no es menos cierto que entre los prelados debe hacer mella la progresiva ausencia de jóvenes en la eucaristía.
Hay una anécdora, verídica, de la que ocultaré nombres y lugares, que refleja una de las causas de esa diáspora: un obispo realizó una visita al párroco de un pueblo y éste le transmitió su preocupación por el mal estado de conservación de la cúpula de la iglesia por la proliferación de murciélagos. El obispo le aconsejó: “Confírmalos a todos, verás que pronto se van”.
Y es así de cierto. Una vez llegada la Confirmación, muchos jóvenes consideran cumplido su compromiso semanal con su parroquia, con la misa, y dejan de ser asiduos, como si se tratase de un título universitario y no de una cuestión de fe.
Pero lo que reflejan los datos de la citada encuesta van más allá y tienen que ver con las nuevas conductas sociales y, asimismo, con el hermético posicionamiento eclesiástico ante asuntos que han escapado del encorsetamiento del pasado.
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